12 de abril de 2024

Que hace un gaucho perseguido / empeñoso y diligente / y sin embargo la gente / lo tiene por un bandido

El Virreinato del Río de la Plata fue creado provisionalmente por el rey Carlos III de Borbón (1716-1788) el 1 de agosto de 1776. Al año siguiente, más precisamente el 27 de octubre de 1777, a instancias de su Ministro de Indias, el jurista José Bernardo de Gálvez y Gallardo (1720-1787), se le dio carácter definitivo. Exactamente un año después, el rey de España designó a Manuel Ignacio Fernández (1738-1783) como Intendente de la Real Hacienda para que se ocupase del cobro, custodia y empleo de la renta de todo el virreinato, esto es, dicho sin ambages, de la expoliación sistemática de los recursos de la región. Por la Real Ordenanza de Intendentes de Ejército y Provincia del 28 de enero de 1782, el virreinato fue subdividido en ocho intendencias, entre ellas la de Buenos Aires, que quedó a cargo de un Superintendente General. Esta función pronto pasó a manos del virrey y se prolongó hasta la Revolución de Mayo de 1810.
Por entonces, la estructura social de la bicentenaria ciudad de la Santísima Trinidad y puerto de Santa María del Buen Ayre tenía la consabida forma piramidal cuya base estaba conformada por los esclavos, seguida de cerca por la mayoritaria “plebe” y, en el vértice superior, la clase “decente” o “principal”. Cada uno de estos grupos sociales tenían distintas obligaciones y derechos. El nacimiento determinaba la ubicación social de los individuos y las escasas posibilidades de movilidad social estaban dadas por el matrimonio o el comercio. Por supuesto que la pureza de sangre era muy importante para alcanzar los niveles más altos de la sociedad, los que estaban exclusivamente reservados a los blancos. Por su parte, y como fatalmente no podía ser de otro modo, la Iglesia -que además de la atención espiritual se ocupaba de la educación y la asistencia social-, ejercía una importante influencia. Naturalmente existían profundas diferencias entre la sociedad urbana y la rural. La ciudad-puerto era el centro político, social y económico del que emanaba la autoridad a la que se sometían las zonas rurales circundantes.
En la sociedad urbana, los sectores más altos estaban constituidos por altos funcionarios de la administración virreinal, dignatarios de la Iglesia, comerciantes mayoristas, terratenientes y empresarios propietarios de obrajes, haciendas, tropas de carretas, bodegas en Cuyo, astilleros en el Paraná o minas en Potosí. La nobleza, por cierto, era muy escasa en el Río de la Plata y, por su parte, a la luz de los cambios económicos que venían produciéndose desde fines del siglo XVIII, fue surgiendo la burguesía como clase social ligada al comercio mayorista. Serían los hijos de esta clase mercantil ilustrada los que iniciarían el proceso revolucionario ni bien iniciada la segunda década del siglo XIX.
Como consecuencia de estos cambios operados, las clases populares o “plebe” descendieron un peldaño en la escala social y se redujeron a comerciantes minoristas, dependientes de comercio, empleados menores de la administración, auxiliares de justicia, matarifes, pulperos, artesanos libres y agricultores de los suburbios, quedando en el sector más desvalido la población conformada por mestizos, trabajadores serviles, “vagos” sin ocupación determinada, menesterosos y esclavos libertos que, al vivir en las afueras de la ciudad, eran despectivamente llamados orilleros. La situación de éstos era muy desfavorable y sus derechos sumamente limitados ya que no podían tener propiedades, ser vecinos, portar armas ni abrir comercios. Los esclavos -oriundos de África- y sus descendientes por vía materna, jurídicamente eran un valor de intercambio, y trabajaban como servidores domésticos de las familias acomodadas o desempeñando tareas agrícolas y artesanales.
Mientras tanto, en las zonas rurales, en la cúspide de la pirámide se encontraban los hacendados o estancieros, aunque siempre sometidos a la autoridad de los funcionarios de la ciudad y a la preponderancia económica de los grandes comerciantes porteños. Descendiendo en la escala social se ubicaban los pequeños propietarios rurales, agricultores y peones a sueldo. El escalón más bajo lo conformaba el gaucho, aquel habitante característico de las zonas rurales, producto de la unión de blancos emigrados de la ciudad -por lo general perseguidos por la justicia-, y de indios. Ya en 1736, el Gobernador del Río de la Plata Miguel de Salcedo y Sierralta (1689-1765), también distinguido con los títulos de Coronel de los Ejércitos de Su Majestad y Primer Teniente de Reales Guardias Españolas, emitió un bando que ordenaba castigar con una marca de fuego en la espalda al gaucho que mataba ganado silvestre sin permiso.


El gaucho llevaba una vida seminómada, basada en la libertad que le daba la llanura pampeana sin alambrar, donde era fácil transitar y conseguir alimentos debido a la abundancia de ganado. Para la burguesía porteña no era más que “gente perdida” de la campaña, sinónimo de vagabundo o matrero. Habitaba en chozas de caña y cueros, ranchos dispersos en la inmensidad de la pampa. Hábil en el manejo del caballo y del cuchillo, solía emplearse temporariamente en las estancias para desarrollar tareas ganaderas. El lugar de reunión del gaucho era la pulpería o “almacén de ramos generales”, el típico establecimiento comercial de las zonas rurales en donde, mediante el procedimiento del trueque, cambiaba cueros por ropas, utensilios de caza, yerba mate, carbón, velas, remedios y aguardiente. Allí también se podía jugar a las cartas o a los dados y se organizaban riñas de gallos y carreras de caballos -cuadreras- en las que se apostaba dinero.
Samuel Haigh (1795-1843), un viajero y comerciante inglés que vivió diez años en América del Sur, publicó en Londres en 1831 su “Sketches of Buenos Aires, Chile and Peru” (Bosquejos de Buenos Aires, Chile y Perú), en el que puede leerse: “No existe ser más franco, libre e independiente que el gaucho. Lazo y boleadoras, un gran cuchillo atravesado en el tirador o en la bota completa su equipo y así sencillamente armado y montado en su buen caballo, es señor de todo lo que mira. No tiene amo, no labra el suelo, difícilmente sabe lo que significa gobierno; en toda su vida quizá no haya visitado una ciudad y tiene tanta idea de una montaña o del mar como su vecina subterránea, la vizcacha. Constituye una raza con menos necesidades y aspiraciones que cualquiera de las que yo he encontrado. Sencillas, no salvajes son las vidas de esta ‘gente que no suspira’ de las llanuras. Nada puede dar al que lo contempla idea más noble de independencia que un gaucho a caballo: cabeza erguida, aire resuelto y grácil, los rápidos movimientos de su diestro caballo, todo contribuye a dar el retrato del bello ideal de la libertad”.
Las autoridades porteñas trataron de poner límites a tanta libertad exigiéndole al gaucho la “papeleta de conchabo”, un documento que probaba que estaba trabajando en alguna estancia. Al que no la poseyera, automáticamente se lo calificaba de vago y era reclutado para la milicia o condenado a trabajos forzosos. Las constantes partidas policiales lo alejaban de su rancho y lo empujaban hacia las tolderías indias, donde se aprovechaban los datos que aportaba para orientar a los malones. La azarosa vida del gaucho quedó magistralmente registrada en la emblemática obra de José Hernández (1834-1886) compuesta de dos partes: “El gaucho Martín Fierro” de 1872 y “La vuelta de Martín Fierro” de 1879. Este hombre, Martín Fierro, por el sólo hecho de ser gaucho, era perseguido por el gobierno que se autodefinía como “civilizado”. En una de sus estrofas Hernández atestiguó: “Él anda siempre huyendo/ siempre pobre y perseguido/ no tiene cueva ni nido/ como si juera maldito/ porque el ser gaucho barajo/ el ser gaucho es un delito”.


Ilustrativas de la persecución sufrida por el gaucho son las “Disposiciones sobre policía rural” dispuestas por el gobernador de Buenos Aires Manuel Oliden (1784-1869) el 30 de agosto de 1815: “Artículo 1: Todo individuo de la campaña que no tenga propiedad legítima de que subsistir, y que haga constar ante el juez territorial de su partido, será reputado de la clase de sirviente, y el que quedase quejoso de la resolución del alcalde de este punto, nombrará por su parte un vecino honrado, y el alcalde por la suya otro, y de la resolución de los tres juntos no habrá apelación. Artículo 2: Todo sirviente de la clase que fuere, deberá tener una papeleta de su patrón, visada por el juez del partido, sin cuya precisa calidad será inválida. Artículo 3: Las papeletas de estos peones deben renovarse cada tres meses, teniendo cuidado los vecinos propietarios que sostienen esta clase de hombres de remitirlas hechas al juez del partido para que ponga su visto bueno. Artículo 4: Todo individuo de la clase de peón que no conserve este documento será reputado de vago. Artículo 5: Todo individuo, aunque tenga la papeleta, que transite la campaña sin licencia del juez territorial, o refrendada por él, siendo de otra parte, será reputado por vago. Artículo 6: Los vagos serán remitidos a esta capital, y se destinarán al servicio de las armas por cinco años en la primera vez en los cuerpos veteranos. Artículo 7: Los que no sirviesen para ese destino se les obligará a reconocer un patrón, a quien servirán forzosamente dos años la primera vez por un justo salario, y en la segunda vez por diez años. Artículo 8: Todo individuo que transite por la campaña aunque sea en servicio del Estado debe llevar su pase del juez competente, y en caso contrario será reputado por vago y se le dará el destino de éstos. Artículo 9: Para que esta providencia tenga su debido cumplimiento, se faculta a cualquier vecino de la campaña para que pueda tomar conocimiento de los individuos que transitan por su territorio, y en el caso de faltarle los requisitos mencionados en los artículos anteriores, remitirlo al juez territorial para que informado del hecho tome las medidas consiguientes. Artículo 10: Para que ningún individuo particular pueda abusar de esta facultad y seguirle perjuicio al que transite, sufrirá la pena arbitraria que se deja reservada a este gobierno, justificada su materia. Artículo 11: En atención a la escandalosa destrucción que padece la campaña por la matanza de machos y hembras caballares, se prohíbe absolutamente matar una sola cabeza de este ganado marcado o sin marcar, bajo la pena de veinticinco pesos de multa por cada cabeza a los pudientes y tres meses de presidio a los que no lo sean”.


En 1845 el escritor y docente Domingo F. Sarmiento (1811-1888) publicó “Civilización y barbarie”. En esa obra, el futuro presidente de la Nación calificó al gaucho como la encarnación de la “barbarie americana”. Para él, era imperioso eliminar tanto a los gauchos como a los indios y sustituirlos por inmigrantes europeos blancos. En una carta que le escribió al gobernador de la provincia de Buenos Aires Bartolomé Mitre (1821-1906) expresó: “Quisiéramos apartar de toda cuestión social americana a los salvajes por quienes sentimos sin poderlo remediar una invencible repugnancia… No trate de economizar sangre de gauchos general. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos esos salvajes”.
Con el correr de los años, la mayoría de los gauchos adhirieron a la ideología de los caudillos provinciales enrolados en el bando Federal que se enfrentó al bando Unitario en la cruenta guerra civil que ocupó buena parte del siglo XIX en la historia de la Argentina. Al producirse la derrota de los federales en 1852, el gauchaje fue abandonando paulatinamente a los carismáticos caudillos para pasar a depender de los nuevos dueños de las tierras arrebatadas a los indios tras las genocidas campañas militares orquestadas desde Buenos Aires y llevadas a cabo por el general Julio A. Roca (1843-1914). Con el surgimiento y desarrollo de las estancias, el gaucho se vio obligado a trabajar como peón o a servir en los ejércitos. Un nuevo poder estaba surgiendo, y el gaucho no fue inmune a esta circunstancia. Hacia fines del siglo XIX, con la aparición del alambrado, la tradicional vida seminómada del gaucho quedó virtualmente condenada a desaparecer.

8 de abril de 2024

Antonio Di Benedetto y las impurezas del prójimo

Antonio Di Benedetto nació en Córdoba, Argentina, el 2 de noviembre de 1922. Siendo muy pequeño, la familia se mudó a Mendoza y allí cursó sus estudios primarios y a fines de 1940 se graduó como Bachiller. Ya por entonces floreció su vocación de escritor y la revista “Sendas”, dirigida por el poeta y abogado mendocino Américo Calí (1910-1982), publicó su cuento “Soliloquio de un príncipe niño”. En un viaje a Buenos Aires, por azar conoció la imprenta de un periódico, lo que de alguna manera prefiguró sus dos vocaciones: periodista y escritor.
En 1941 ingresó a la Universidad Nacional de Córdoba para estudiar Derecho pero no terminó los estudios. Se radicó en Mendoza y se dedicó al periodismo. Primero como reportero en el diario “La Libertad” y como colaborador en la revista “Mundo Argentino”. Luego llegó a desempeñarse como subdirector de los diarios “Los Andes” y “El Andino”, y como corresponsal del diario “La Prensa” de Buenos Aires.
Perteneciente al grupo de escritores que en las décadas de 1940 y 1950 reaccionó contra el dominante realismo y derivó hacia una visión del absurdo y sinsentido de la vida, inspirado en la obra de Franz Kafka (1883-1924) y el existencialismo, en 1953 inició su carrera literaria con el libro de cuentos “Mundo animal” y, en este mismo género, publicó “Grot” (1957, reeditado en 1969 como “Cuentos claros”), “Declinación y ángel” (1958) y “El cariño de los tontos” (1961). También publicó las novelas “El pentágono” (1955), “El silenciero” (1964, reeditada como “El hacedor de silencio” en 1982) y “Los suicidas” (1969). Esta última fue galardonada con el Premio Primera Plana de la editorial Sudamericana, siendo votada por unanimidad por un jurado de prestigiosos escritores como el argentino Leopoldo Marechal (1900-1970), el paraguayo Augusto Roa Bastos (1917-2005) y el colombiano Gabriel García Márquez (1927-2014)​​.
En su obra más elogiada, la novela “Zama” de 1956 -ambientada en un medio sudamericano del siglo XVIII- alcanzó la máxima expansión de su realismo profundo, fuerte, cruel e incisivo. La misma, considerada de manera unánime como una de las grandes novelas del siglo XX en lengua española, con el correr de los años sería traducida a varios idiomas, entre ellos el alemán, el francés, el inglés, el italiano, el checo y el polaco.


En los años ’60 y comienzos de los ’70 realizó numerosos viajes, entre ellos a Estados Unidos, Israel, Marruecos, Sudáfrica, Grecia, Suiza, Inglaterra, Bélgica, Italia, Alemania, Brasil, Paraguay y Colombia. En este último país participó en el Congreso de la Nueva Narrativa de Cali, compartiendo una mesa redonda con el escritor mexicano Agustín Yáñez (1904-1980), el peruano Ciro Alegría (1909-1967) y el chileno Jorge Edwards (1931-2023). En su condición de periodista y organizador y miembro de la filial Mendoza de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE), también viajó a Haití, República Dominicana, Barbados, Martinica, Venezuela, Ecuador y Perú.
En 1975 publicó la antología de cuentos “El juicio de Dios”, la cual fue muy bien recibida por la crítica, y fue elegido miembro de la Academia Argentina de Letras. Al año siguiente, pocas horas después de producido el golpe cívico-clerical-militar del 24 de marzo, Di Benedetto fue secuestrado por el ejército en su oficina de subdirector del diario “Los Andes”. Fue encarcelado inicialmente en el Liceo Militar de Mendoza y después en la Unidad 9 de La Plata, donde sufrió simulacros de fusilamiento, maltratos y golpizas.


“Creo que nunca estaré seguro de si fui encarcelado por algo que publiqué. Mi sufrimiento hubiese sido menor si alguna vez me hubieran dicho qué exactamente. Pero no lo supe. Esta incertidumbre es la más horrorosas de las torturas”, diría años más tarde. Humillado y destrozado anímicamente, fue excarcelado el 3 de septiembre de 1977 del presidio de La Plata tras los numerosos pedidos de escritores argentinos y extranjeros, entre ellos Ernesto Sabato (1911-2011) y Heinrich Böll (1917-1985).
De inmediato se trasladó a Buenos Aires pero, ante las recomendaciones de algunos funcionarios de la dictadura sobre que para resguardar su seguridad saliera del país, viajó a Europa. Primero estuvo en París, Francia, donde frecuentó al escritor argentino Juan José Saer (1937-2005) y dio algunas conferencias, luego fue a Berlín, Alemania, donde se conectó con el historiador argentino Osvaldo Bayer (1927-2018) quien se había exiliado en esa ciudad huyendo de la dictadura militar, y finalmente se radicó en Madrid, España. Por entonces mantuvo una frondosa correspondencia con relevantes escritores como Manuel Mujica Lainez (1910-1984), Julio Cortázar (1914-1984), Adolfo Bioy Casares (1914-1999) y Abelardo Arias (1918-1991).
Con el advenimiento de la democracia en Argentina, Di Benedetto pudo regresar al país el 23 de mayo de 1984 y en el Centro Cultural San Martín de la ciudad de Buenos Aires se le realizó un homenaje. Pronto se lo nombró asesor en la Secretaría de Cultura de la Nación y la Academia Argentina de Letras lo eligió como miembro de número. Su estancia en Buenos Aires al poco tiempo se fue volviendo rutinaria. Su estado de vulnerabilidad como las dificultades para caminar, su imposibilidad física de escribir y otros padecimientos graves, eran producto de lo vivido en la prisión. No obstante, algo rehabilitado de sus dolencias, pudo terminar y publicar su libro “Cuentos del exilio” y la novela “Sombras nada más”.


En una entrevista concedida al diario “Uno” de Mendoza en 1984, hizo estas reflexiones: “Funcionamos a base de nuestra trituración diaria y quizá lo que damos a la humanidad son esos gestos compasivos que nosotros ejercitamos como esperando la compasión de los demás. Ahora me pregunto: ¿Hasta qué punto me estimo a mí mismo como para pretender ser estimado por los demás? Porque no se es bueno en cada gesto, porque la bondad casi siempre nace de una poderosa lucha para retar el mal, el egoísmo y la envidia a los más oscuros reductos. Porque de todos los ángeles, parece que la mayoría somos ángeles de la destrucción. Yo invito a cada ser, a cada hombre, a que grabe sus palabras y sus pensamientos, desde que su mente se despeja por la mañana hasta que se reposa. Invito a que se vigile, se analice. Verá cuántas maldades, juegos, intereses ha puesto en acción para sobrevivir ese día, es decir, no la eternidad sino una miseria de 24 horas”.
Y agregó: “Esto es así porque para vivir basta acumular la sobrevivencia de instante en instante, con consagrar todas las fuerzas, como debiera suceder o por lo menos una, la más escondida, la más económica, en algo que sea útil a los demás, para tratar, de ese modo, con esos actos, de dejar de mordernos las entrañas con tanta ferocidad, como ocurre en esta aparente convivencia que es la de los seres humanos. No sé si esto que digo es una maldad... Lo que más nos asuela es la impureza del prójimo, pero resulta que nosotros, para el otro, somos el prójimo. ¿Cómo se cura eso? Yo no soy predicador ni moralista. ¿Pretendo una transformación de la sociedad desde el punto de vista moral? Lo que pretendo es una libertad de los sentimientos basada esencialmente en la pureza, no en la impureza, para que el amor sea un acto verdaderamente redentor y salvador, y cada hombre encuentre en la mujer que elige -y a la inversa- la garantía del goce pleno de la existencia”.
En el mismo reportaje habló sobre la muerte: “Un sueño persistente que tengo es este: yo subo escaleras. En cierto momento me detengo, pero no tengo la posibilidad de descender. Tengo que seguir adelante. Adelante está el vacío. Me lanzo. Me lanzo y me toma el agua, y el agua me envuelve. Es un agua dibujada, transparente: desde abajo tiene vegetación que sube. Es un agua que me invita. Yo no sé si estoy ahogado o por ahogarme. Cuando yo pienso en ese sueño veo que esa agua es el símbolo de la vida. Cada vez que me caigo me toma, lo que me toma es la vida, porque vuelvo a subir escaleras y a caer y a subir. Creo que la muerte es una gran serenidad porque en la vida andamos descompuestos”.


El 10 de octubre de 1986, quien fuera una figura indiscutible de la literatura argentina murió víctima de un derrame cerebral en el Hospital Italiano de Buenos Aires. Al cumplirse en centésimo aniversario de su nacimiento, Sofía Criach (1989), Doctora en Letras y docente en Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad Nacional de Cuyo, lo recordó en el artículo “Cien años de Antonio Di Benedetto. El peso de lo leve” aparecido en la página web de dicha universidad. Allí, entre otros conceptos, escribió: “Contemporáneo de los escritores del llamado ‘boom’ de la literatura latinoamericana, no aspiró nunca a ser uno de sus autores estrella. Frente a esos grandes de la pluma que aspiraban a componer la novela total, la novela de síntesis, la gran novela americana, Di Benedetto se abocó a construir, en este lejano oeste argentino y con precisión de relojero, sus novelas y, sobre todo, sus relatos: unidades expresivas condensadas en los muros de la brevedad, hondas pero calibradas de tal manera de no abismarse nunca en la infinidad del símbolo (esa que perturbaba tanto a Borges); historias nacidas a partir de gérmenes de cuentos que, según sus palabras, descendían sobre su cabeza como ‘copitos de nieve que caen sobre un habitante de los trópicos’, y que también bautizó como ‘diablillos’ o ‘heridas que no dan la muerte’. Así, frente a la novela-catedral anhelada por los escritores del ‘boom’, perseveró en levantar sus pequeñas capillas, aun después de haber escrito ‘Zama’, tan universal y, al mismo tiempo, tan americana. La literatura de Di Benedetto incomoda; incluso seducidos por el artificio de una prosa que no da pasos en falso, por su fino humor o la limpidez de las imágenes, su lectura no deja indemne”.
Por su parte, para la misma fecha, el escritor y docente de Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires Martín Kohan (1967) publicó el artículo “Di Benedetto: una escritura secreta” en la revista digital “Haroldo”. Allí escribió: “Se verifica en la literatura de Di Benedetto, esa potestad que Roland Barthes señalara como lo propio de la escritura literaria: escribir en la propia lengua como si fuera una lengua extranjera. Di Benedetto lo logra sin esfuerzo ni aspavientos, deslumbra sin nunca perder los tonos de la mesura. Hacer que la lengua propia funcione como una lengua extranjera: una experiencia de desacomodamiento (ni de la comodidad ni de la incomodidad: del desacomodamiento), una experiencia del extrañamiento (ni de la familiaridad ni de la extrañeza: del extrañamiento), que Di Benedetto plasma en su escritura como si le resultara lo más natural, pero que se transfiere a la lectura con la impresión de lo fuera de serie”.